TRAVESÍA DE HOSPITAL - UN SEGURO POCO SEGURO

 

Nahiobi Landaeta

Comunicación y medios digitales






CRÓNICA

-SEGURO UNIVERSITARIO DE SAN SIMÓN-

Cuatro y media de la tarde, con las blancas nubes tapando el sol, acababa de bajar del auto junto a papá, con paso seguro, pero una mirada nerviosa me dijo que nos adentremos en el “Seguro Universitario”. Construido en 1974, en el Parque La Torre, un parque verde que separa los árboles y el pasto de la acera con una valla verde de no más de medio metro de alto, frente al Hospital Viedma. Llegamos a la puerta y yo tenía los nervios a flor de piel, porque había ido para apoyar a papá en la visita de su abuelo, mi bisabuelo que estaba grave desde hace unas semanas, y no había llevado mi carnet de identidad y estaba segura en la entrada donde se encontraba el guardia con su escritorio y cuaderno de registros, nos lo pedirían y no iba a poder acompañarlo como planeaba.

Aun sin documento, pero con una foto de mi antiguo carnet vencido en el celular nos acercamos al guardia.

–Buenas tardes, vengo a visitar a mi abuelo.

Fueron las palabras que enunció papá mientras metía la mano en el bolsillo trasero para sacar su billetera y presentar su carnet.

–Buenas tardes, pasen nomas.

Junto a un ademán de mano fue la respuesta del guardia.

Ambos sorprendidos, pero alegres de que pueda pasar sin documento, nos dirigimos dentro el edificio beige del hospital de 6 o 7 pisos de alto. El mismo estaba totalmente deshabitado, los puestos de información cerrados y tapados con pliegos de cartulina blancos, los asientos sin una sola persona y la única luz venía de la ventanilla de una habitación con personal dentro, era la farmacia.

–¿Y ahora por dónde será?

Preguntó papá retóricamente mientras sacaba su celular y revisaba el grupo de familia en WhatsApp, donde antes habían compartido la información de mi bisabuelo. Pasado cerca de un minuto en el que no paraba de mirar desconfiada a todos lados por lo solitario y terrorífico del lugar, papá esbozó.

–Cuarto piso. ¿Pero ahora por dónde?, Clarito será.

Dijo lo último acercándose a un ascensor que se encontraba en la mitad en el lado derecho del lugar. Este no tardó en llegar, subimos juntos y presioné el botón con el número “4”. El ascensor mientras subía sonaba como si fuese a caerse y su aspecto parecía de una película de terror, un espacio de un metro por un metro, cuatro paredes de metal parecido al papel estañado de cocina, sin espejo, sin cámaras y un piso que parecía de cerámica, pero por el color despintado no se llegaba a distinguir.

Cuando las puertas al fin se abrieron, salí como si mi vida dependiera de eso, volví a respirar, pero los pelos de mis brazos se erizaron al percatarme de que incluso en ese cuarto piso no había ni un alma, “¿ni siquiera un doctor?”, pensé, no podía creer que no hubiese nadie.

–Cuarto piso a la izquierda del ascensor hasta el fondo.

Dijo mi papá guardando su celular

¿Será aquí? No hay nadie.

–No sé, muy feo este lugar.

Respondí, aunque sabía, era una pregunta retórica.

Caminamos por todo el cuarto piso revisando cada puerta, comprobando que en ninguna esté escrito el nombre “Gonzalo Landaeta”. Pero una vez vimos que no, volvimos hasta la planta baja por las gradas, pues ese ascensor no nos generaba demasiada confianza como para volver a subir a él.

Las gradas tenían detrás ventanales que dejaban ver el pabellón antiguo del hospital y parte de un pequeño jardín.

–Debe ser allá.

Afirmó señalando por la ventana.

Cuando llegamos a la planta baja esta seguía tan vacía como antes, incluso ahora ni siquiera se veía al guardia en la puerta a lo lejos.

–Pucha, ¿y ahora? No hay nadie a quien preguntar.

Papá ya comenzaba a molestarse, pero como si lo escucharan, una enfermera con ropa y un gorro celestes, junto a unos crocs y un barbijo quirúrgico blancos, apareció y le preguntamos dónde podíamos encontrar la sección de internados.

–Vaya a informaciones, ahí le darán más detalles.

Fue la única respuesta de la chica de no más de 26 años.

–Pero no hay nadie.

–Qué raro, entonces vaya allá.

Respondió la chica como si estuviese apurada y señaló un cartel que decía “informaciones” al otro lado de donde nos encontrábamos, se podría decir que al lado de la puerta.

–Okey, gracias.

–Allá está el cartel.

Volví a señalarle mientras corría tras él. Pensé que no lo había visto porque no llevaba sus lentes y de lejos él dice, no ve nada.

Nos acercamos a la ventanilla de la farmacia y amablemente preguntó si alguien podía ayudarnos.

Dos enfermeras que estaban hablando animadamente ni se molestaron en contestar, pero sí giraron a vernos. Yo, harta del pésimo trato, di un paso para reclamar, pero apareció una tercera enfermera que cortésmente nos indicó por donde llegar a la sección de internados.

Resulta que las gradas por las que habíamos bajado del cuarto piso tenían un desnivel más por el cual se accede al pequeño jardín y unos tres metros más adelante daba acceso al pabellón antiguo.

–Te dije que era aquí.

Dijo papá victorioso con una sonrisa mientras se apresuraba a llegar al otro lado.

El pequeño jardín solo tenía tres árboles, esos de grandes flores rosas con antenas de polen amarillo que en realidad no parecen tener aroma, cercadas por unas jardineras con hojas caídas y pequeños brotes de pasto que daban un aspecto descuidado.

–Realmente aquí puedes meterte y llevarte un cadáver.

Entramos al antiguo pabellón, un edificio color amarillo pastel de seis o siete pisos que ya se empezaba a pelar seguro por el tiempo. Pasamos por unas oscuras puertas de vidrio y debajo de un cartel que decía “ecografías”.

–No creo que sea aquí.

Dije mirando a todos lados buscando un cartel, un mapa de las instalaciones o una persona que nos dé una pista de cómo llegar a nuestro destino, pero otra vez no había nadie y todos los carteles que veíamos eran sobre embarazos o maternidad, con el nombre de la sala y abajo lo mismo pero en quechua.

En la esquina izquierda del edificio vimos otro ascensor y papá afirmó “Aquí es”. Sin dudas tocó el botón para que el ascensor aparezca y unos segundos después este llegó, era igual al primero, así que solo cerré los ojos para no dar paso a mi aparente claustrofobia.

Llegamos al cuarto piso y de frente un pasillo de unos 10 metros de largo, al final se encontraban unas tías lejanas que rara vez había visto en mi vida, pero eso nos confirmó que habíamos llegado a nuestro destino. Al fin vimos vida en ese dichoso hospital, ya que de una sala cercana al ascensor salió una enfermera de máximo 24 años que nos saludó amablemente.

Nos acercamos hasta nuestros familiares y entre abrazos y saludos preguntamos cómo seguía “Don Gonzalo”, “Bien” fue la respuesta general.

–La Mela lo está haciendo comer.

Fue la respuesta más larga de una tía de 35 años que venía con demasiado maquillaje encima para la ocasión.

Mela, por cierto, es la señora que se encarga de la limpieza y el cuidado de la casa y de mi bisabuelo.

Sin más que añadir más que una sonrisa entramos en la habitación color tumbo de la mitad para abajo y beige hasta arriba, primero estaba un intermedio con una puerta que daba a la habitación principal, en este intermedio había tres sillas de ruedas plegadas a un lado, una mesa con una botella con agua de 2 litros, una manta de tela polar café y dos de los tubos con ruedas para llevar el suero u otros químicos mientras el paciente al que se lo suministran camine.

Pasamos ese intermedio y dentro en el medio de la habitación en la cama se encontraba mi bisabuelo; con su cabello blanco y corto en un peinado cuadrado, su piel canela arrugada y sus cafés ojos hundidos; durmiendo con la cabeza apoyada sobre la oreja izquierda, pero el cuerpo de frente, con Mela sentada a su lado izquierdo en una silla de plástico intentando despertarlo. Ella al vernos se alegró y nos pidió que intentemos despertarlo. Papá corrió a sentarse a la silla de la que se acababa de levantar Mela, le empezó a acariciar la cabeza y la mano izquierda y le habló fuerte al oído izquierdo, aunque este estaba levemente tapado por la almohada.

Unos minutos después empezó a despertar y cuando vio a mi papá esbozó una enorme sonrisa que pensé nunca más vería por el estado deplorable en el que habían descrito por el grupo de WhatsApp estaba.

Don Gonzalo sacó su brazo derecho de debajo las mantas y junto a su mano izquierda tomó las de papá, en este punto ya se me habían escapado algunas lágrimas de emoción y no pude evitar tomar una foto de la linda escena.

Papá le hablaba, aunque sabíamos que la mayoría de las cosas no las escuchaba, pero mi bisabuelo sonreía y asentía.

Pasados cinco minutos la tía de excesivo maquillaje entró a la habitación e intentó hablar con mi bisabuelo, pero él estaba más atento a la visita de mi papá.

–Lobito.

Dijo el apodo de mi papá después de varios minutos de silencio de su parte. Todos los presentes en la habitación nos emocionamos, pues había hablado claramente.

Intentó levantarse y papá lo sostuvo con el miedo de que se caiga, ya que su cuerpo estaba hasta los huesos, incluso la parte de su boca estaba hundida por la falta de sus dientes que le habían quitado porque ya no masticaba la comida.

Cuando se intentó levantar, Mela corrió a ponerle las pantuflas que justo eran las que papá le había regalado en navidad. Logró ponerse de pie y se irguió un segundo para estirarse, llegando más o menos al metro ochenta y cinco y después volver a jorobarse y achicarse. Dio una vuelta por la habitación, aunque podría decirse que fue un rote sobre su propio eje por el reducido espacio, pero se veía muy vivo, no desahuciado, como había dicho el doctor días atrás.

Cuando se dio cuenta de que no había mucho espacio para caminar, se empezó a dirigir hacia la puerta para salir de la habitación, daba cortos, pero seguros pasos junto a una enorme sonrisa que le dedicaba a papá en cada paso.

En cuanto llegó a la puerta exterior del intermedio, la que daba al pasillo, notamos la presencia de su hijo menor, el cual casi llora al verlo caminando, le palmeó suavemente la espalda y dijo.

–Eres muy fuerte papito.

Besó su mejilla y su papá le sonrió achicando los ojos.

Íbamos a continuar con la caminata, pero una enfermera de uniforme blanco y un moño bien peinado apareció.

–No pueden sacarlo así de la habitación.

–Pero él quiere pasear, no puede estar todo el día en esa mini habitación.

–Entiendo, pero el señor está con oxígeno.

Respondió un poco más amable y levantó la mano haciendo una seña a otra enfermera que se encontraba sentada al lado de una mesa cerca el ascensor.

–¡Trae para medir la oxigenación!

Gritó desde nuestro lado hasta el otro lado del pasillo donde la otra enfermera corrió a buscar lo pedido.

–Vuelvan a meterlo a la habitación, por favor, primero vamos a medir su oxigenación, pueden sentarlo aquí.

Habló mientras desplegaba una silla de ruedas donde sentaron a Don Gonzalo y mientras esperaban el aparato le pusieron la manta de polar café en las piernas.

–Lobito, vamos a tomar cappuccino.

Le habló claramente y con una sonrisa a papá, a lo cual él sonrió por la ocurrencia y asintió.

–Cuando salgas de aquí te llevo.

Le aseguró. Y Don Gonzalo con una sonrisa pícara asintió.

Llegó la segunda enfermera con el aparato y midieron su oxigenación, cuando terminaron se fueron. Él en ese momento ya se encontraba con la cabeza agachada y las manos sobre las rodillas, así que mientras las enfermeras escribían el diagnóstico me acuclillé frente a él y tomé sus manos con una sonrisa que me devolvió al segundo, me acarició la cabeza y volvió a tomar mis manos, no podía creer la fuerza de su agarre para estar tan flaco y tener casi 97 años encima.

Estuvimos viéndonos y sonriéndonos hasta que volvió la enfermera malhumorada diciendo que la oxigenación estaba baja y de momento no podría pasear.

Así que giró la silla y volvió a llevarlo a su habitación desapareciendo de nuestras vistas por la puerta.

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