Comunicación y medios digitales
CRÓNICA
Aun sin documento, pero con una foto de
mi antiguo carnet vencido en el celular nos acercamos al guardia.
–Buenas tardes, vengo a visitar a mi
abuelo.
Fueron las palabras que enunció papá
mientras metía la mano en el bolsillo trasero para sacar su billetera y
presentar su carnet.
–Buenas tardes, pasen nomas.
Junto a un ademán de mano fue la
respuesta del guardia.
Ambos sorprendidos, pero alegres de que
pueda pasar sin documento, nos dirigimos dentro el edificio beige del hospital
de 6 o 7 pisos de alto. El mismo estaba totalmente deshabitado, los puestos de
información cerrados y tapados con pliegos de cartulina blancos, los asientos
sin una sola persona y la única luz venía de la ventanilla de una habitación
con personal dentro, era la farmacia.
–¿Y ahora por dónde será?
Preguntó papá retóricamente mientras
sacaba su celular y revisaba el grupo de familia en WhatsApp, donde antes
habían compartido la información de mi bisabuelo. Pasado cerca de un minuto en
el que no paraba de mirar desconfiada a todos lados por lo solitario y
terrorífico del lugar, papá esbozó.
–Cuarto piso. ¿Pero ahora por dónde?,
Clarito será.
Dijo lo último acercándose a un ascensor
que se encontraba en la mitad en el lado derecho del lugar. Este no tardó en
llegar, subimos juntos y presioné el botón con el número “4”. El ascensor
mientras subía sonaba como si fuese a caerse y su aspecto parecía de una
película de terror, un espacio de un metro por un metro, cuatro paredes de
metal parecido al papel estañado de cocina, sin espejo, sin cámaras y un piso
que parecía de cerámica, pero por el color despintado no se llegaba a
distinguir.
Cuando las puertas al fin se abrieron,
salí como si mi vida dependiera de eso, volví a respirar, pero los pelos de mis
brazos se erizaron al percatarme de que incluso en ese cuarto piso no había ni
un alma, “¿ni siquiera un doctor?”, pensé, no podía creer que no hubiese nadie.
–Cuarto piso a la izquierda del ascensor
hasta el fondo.
Dijo mi papá guardando su celular
¿Será aquí? No hay nadie.
–No sé, muy feo este lugar.
Respondí, aunque sabía, era una pregunta
retórica.
Caminamos por todo el cuarto piso
revisando cada puerta, comprobando que en ninguna esté escrito el nombre
“Gonzalo Landaeta”. Pero una vez vimos que no, volvimos hasta la planta baja
por las gradas, pues ese ascensor no nos generaba demasiada confianza como para
volver a subir a él.
Las gradas tenían detrás ventanales que
dejaban ver el pabellón antiguo del hospital y parte de un pequeño jardín.
–Debe ser allá.
Afirmó señalando por la ventana.
Cuando llegamos a la planta baja esta
seguía tan vacía como antes, incluso ahora ni siquiera se veía al guardia en la
puerta a lo lejos.
–Pucha, ¿y ahora? No hay nadie a quien
preguntar.
Papá ya comenzaba a molestarse, pero
como si lo escucharan, una enfermera con ropa y un gorro celestes, junto a unos
crocs y un barbijo quirúrgico blancos, apareció y le preguntamos dónde podíamos
encontrar la sección de internados.
–Vaya a informaciones, ahí le darán más
detalles.
Fue la única respuesta de la chica de no
más de 26 años.
–Pero no hay nadie.
–Qué raro, entonces vaya allá.
Respondió la chica como si estuviese
apurada y señaló un cartel que decía “informaciones” al otro lado de donde nos
encontrábamos, se podría decir que al lado de la puerta.
–Okey, gracias.
–Allá está el cartel.
Volví a señalarle mientras corría tras
él. Pensé que no lo había visto porque no llevaba sus lentes y de lejos él dice,
no ve nada.
Nos acercamos a la ventanilla de la
farmacia y amablemente preguntó si alguien podía ayudarnos.
Dos enfermeras que estaban hablando
animadamente ni se molestaron en contestar, pero sí giraron a vernos. Yo, harta
del pésimo trato, di un paso para reclamar, pero apareció una tercera enfermera
que cortésmente nos indicó por donde llegar a la sección de internados.
Resulta que las gradas por las que
habíamos bajado del cuarto piso tenían un desnivel más por el cual se accede al
pequeño jardín y unos tres metros más adelante daba acceso al pabellón antiguo.
–Te dije que era aquí.
Dijo papá victorioso con una sonrisa
mientras se apresuraba a llegar al otro lado.
El pequeño jardín solo tenía tres
árboles, esos de grandes flores rosas con antenas de polen amarillo que en
realidad no parecen tener aroma, cercadas por unas jardineras con hojas caídas
y pequeños brotes de pasto que daban un aspecto descuidado.
–Realmente aquí puedes meterte y llevarte
un cadáver.
Entramos al antiguo pabellón, un
edificio color amarillo pastel de seis o siete pisos que ya se empezaba a pelar
seguro por el tiempo. Pasamos por unas oscuras puertas de vidrio y debajo de un
cartel que decía “ecografías”.
–No creo que sea aquí.
Dije mirando a todos lados buscando un
cartel, un mapa de las instalaciones o una persona que nos dé una pista de cómo
llegar a nuestro destino, pero otra vez no había nadie y todos los carteles que
veíamos eran sobre embarazos o maternidad, con el nombre de la sala y abajo lo
mismo pero en quechua.
En la esquina izquierda del edificio
vimos otro ascensor y papá afirmó “Aquí es”. Sin dudas tocó el botón para que
el ascensor aparezca y unos segundos después este llegó, era igual al primero,
así que solo cerré los ojos para no dar paso a mi aparente claustrofobia.
Llegamos al cuarto piso y de frente un
pasillo de unos 10 metros de largo, al final se encontraban unas tías lejanas
que rara vez había visto en mi vida, pero eso nos confirmó que habíamos llegado
a nuestro destino. Al fin vimos vida en ese dichoso hospital, ya que de una
sala cercana al ascensor salió una enfermera de máximo 24 años que nos saludó
amablemente.
Nos acercamos hasta nuestros familiares
y entre abrazos y saludos preguntamos cómo seguía “Don Gonzalo”, “Bien” fue la
respuesta general.
–La Mela lo está haciendo comer.
Fue la respuesta más larga de una tía de
35 años que venía con demasiado maquillaje encima para la ocasión.
Mela, por cierto, es la señora que se
encarga de la limpieza y el cuidado de la casa y de mi bisabuelo.
Sin más que añadir más que una sonrisa
entramos en la habitación color tumbo de la mitad para abajo y beige hasta
arriba, primero estaba un intermedio con una puerta que daba a la habitación
principal, en este intermedio había tres sillas de ruedas plegadas a un lado,
una mesa con una botella con agua de 2 litros, una manta de tela polar café y
dos de los tubos con ruedas para llevar el suero u otros químicos mientras el
paciente al que se lo suministran camine.
Pasamos ese intermedio y dentro en el
medio de la habitación en la cama se encontraba mi bisabuelo; con su cabello
blanco y corto en un peinado cuadrado, su piel canela arrugada y sus cafés ojos
hundidos; durmiendo con la cabeza apoyada sobre la oreja izquierda, pero el
cuerpo de frente, con Mela sentada a su lado izquierdo en una silla de plástico
intentando despertarlo. Ella al vernos se alegró y nos pidió que intentemos
despertarlo. Papá corrió a sentarse a la silla de la que se acababa de levantar
Mela, le empezó a acariciar la cabeza y la mano izquierda y le habló fuerte al
oído izquierdo, aunque este estaba levemente tapado por la almohada.
Unos minutos después empezó a despertar
y cuando vio a mi papá esbozó una enorme sonrisa que pensé nunca más vería por
el estado deplorable en el que habían descrito por el grupo de WhatsApp estaba.
Don Gonzalo sacó su brazo derecho de
debajo las mantas y junto a su mano izquierda tomó las de papá, en este punto
ya se me habían escapado algunas lágrimas de emoción y no pude evitar tomar una
foto de la linda escena.
Papá le hablaba, aunque sabíamos que la
mayoría de las cosas no las escuchaba, pero mi bisabuelo sonreía y asentía.
Pasados cinco minutos la tía de excesivo
maquillaje entró a la habitación e intentó hablar con mi bisabuelo, pero él
estaba más atento a la visita de mi papá.
–Lobito.
Dijo el apodo de mi papá después de varios
minutos de silencio de su parte. Todos los presentes en la habitación nos
emocionamos, pues había hablado claramente.
Intentó levantarse y papá lo sostuvo con
el miedo de que se caiga, ya que su cuerpo estaba hasta los huesos, incluso la
parte de su boca estaba hundida por la falta de sus dientes que le habían
quitado porque ya no masticaba la comida.
Cuando se intentó levantar, Mela corrió
a ponerle las pantuflas que justo eran las que papá le había regalado en
navidad. Logró ponerse de pie y se irguió un segundo para estirarse, llegando
más o menos al metro ochenta y cinco y después volver a jorobarse y achicarse.
Dio una vuelta por la habitación, aunque podría decirse que fue un rote sobre
su propio eje por el reducido espacio, pero se veía muy vivo, no desahuciado,
como había dicho el doctor días atrás.
Cuando se dio cuenta de que no había
mucho espacio para caminar, se empezó a dirigir hacia la puerta para salir de
la habitación, daba cortos, pero seguros pasos junto a una enorme sonrisa que
le dedicaba a papá en cada paso.
En cuanto llegó a la puerta exterior del
intermedio, la que daba al pasillo, notamos la presencia de su hijo menor, el
cual casi llora al verlo caminando, le palmeó suavemente la espalda y dijo.
–Eres muy fuerte papito.
Besó su mejilla y su papá le sonrió
achicando los ojos.
Íbamos a continuar con la caminata, pero
una enfermera de uniforme blanco y un moño bien peinado apareció.
–No pueden sacarlo así de la habitación.
–Pero él quiere pasear, no puede estar
todo el día en esa mini habitación.
–Entiendo, pero el señor está con
oxígeno.
Respondió un poco más amable y levantó
la mano haciendo una seña a otra enfermera que se encontraba sentada al lado de
una mesa cerca el ascensor.
–¡Trae para medir la oxigenación!
Gritó desde nuestro lado hasta el otro
lado del pasillo donde la otra enfermera corrió a buscar lo pedido.
–Vuelvan a meterlo a la habitación, por
favor, primero vamos a medir su oxigenación, pueden sentarlo aquí.
Habló mientras desplegaba una silla de
ruedas donde sentaron a Don Gonzalo y mientras esperaban el aparato le pusieron
la manta de polar café en las piernas.
–Lobito, vamos a tomar cappuccino.
Le habló claramente y con una sonrisa a
papá, a lo cual él sonrió por la ocurrencia y asintió.
–Cuando salgas de aquí te llevo.
Le aseguró. Y Don Gonzalo con una
sonrisa pícara asintió.
Llegó la segunda enfermera con el
aparato y midieron su oxigenación, cuando terminaron se fueron. Él en ese
momento ya se encontraba con la cabeza agachada y las manos sobre las rodillas,
así que mientras las enfermeras escribían el diagnóstico me acuclillé frente a
él y tomé sus manos con una sonrisa que me devolvió al segundo, me acarició la
cabeza y volvió a tomar mis manos, no podía creer la fuerza de su agarre para
estar tan flaco y tener casi 97 años encima.
Estuvimos viéndonos y sonriéndonos hasta
que volvió la enfermera malhumorada diciendo que la oxigenación estaba baja y
de momento no podría pasear.
Así que giró la silla y volvió a
llevarlo a su habitación desapareciendo de nuestras vistas por la puerta.
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